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Cultura

Violeta Parra: Hija de Chile, Patrimonio del Mundo

A las puertas de su centenario, que se conmemorará en todo Chile el 4 de octubre de 2017, Violeta Parra sigue viva. Su música, sus tapicerías y arpilleras, han recorrido el mundo.

A las puertas de su centenario, que se conmemorará en todo Chile el 4 de octubre de 2017, Violeta Parra sigue viva. Su música, sus tapicerías y arpilleras, han recorrido el mundo.

Foto de visita al Museo Violeta Parra, ubicado en Vicuña Mackenna 37, Santiago de Chile.

“Violeta se dedicaba mucho a los tapices y los tenía repartidos por todos lados (…) Recuerdo cuando llegaba la baronesa de Rothchild –una millonaria norteamericana que vivía en Francia- a la pieza que teníamos en París. ¡Era tan divertido verla parada en medio de la pieza, toda elegante, y mi mamá que ni siquiera se levantaba de la cama para recibirla! Le daba lo mismo que fuera baronesa o no (…) La perseguía para comprarle unos tapices, y como mi mamá no tenía ganas de venderlos, se los subía a cualquier precio. La señora ésta, de todas maneras aceptaba, así que mi mamá los bajaba de nuevo, porque veía que realmente los apreciaba”.

Este episodio, que relata Carmen Luisa Arce, la hija menor de Violeta Parra, en el libro “Violeta Parra, el Canto de Todos” (de Patricia Stambuk y Patricia Bravo, Ed. Pehuén), retrata de cuerpo entero la personalidad de esta mujer que no sólo recorrió los campos chilenos, guitarra en mano, recolectando las canciones de nuestro folclore, a la vez que componía sus propias canciones. También se dedicó en cuerpo y alma a trabajar tapicerías o arpilleras, que son telas bordadas con lanas coloridas sobre yute o arpillera o sobre telas comunes de algodón; pinturas al óleo sobre tela o madera prensada; y esculturas en alambre.

Era la primera en todo

A los seis años, Violeta y tres de sus hermanos –Roberto, Eduardo e Hilda- asistían juntos a la escuela en Lautaro. “Bueno, el lucero de la familia era Violeta –recuerda Hilda en una entrevista publicada en el libro “Violeta Parra, el Canto de Todos”-. Ella era la que sabía todo. Yo le veía sus certificados, era la primera alumna en canto, en lectura, en escritura, en asistencia ¡en todo lo que tiene que responder un niño en la escuela! Y el Lalo, ése también era el primer alumno del curso. Los demás, muy porros. Íbamos a jugar, a revolverla, a tandear no más, a chacotear”.

A la enseñanza formal, se sumó en esos años las tradiciones aprendidas en el campo, en el sector de Malloa. En ese mismo libro  se cuenta que Violeta y sus hermanos visitaban a sus primas, las Aguilera, y que con ellas aprendió sus primeras canciones folclóricas; se señala que presenció las fiestas de la vendimia, las fiestas religiosas y cuánta festividad rural hubiera; y que observó a hombres y mujeres dedicados a la cerámica y tapicería, aunque por su edad no incursionaba aún esos oficios.

En alambre, en cambio, ya hacía figuritas. “Jugando con los alambritos de escoba, hacíamos figuritas, pero nunca tomamos verdadero interés por algo, ni nos dimos cuenta que eso podría tener algún valor. Después, cuando grande, seguro que ella se acordó, y fue desarrollando todo tal como lo había visto de niña”, recordaría Hilda.

Sus padres también le transmitieron su amor por las tradiciones del campo chileno. Nicanor, profesor primario, era el mejor folclorista de la región y su madre, Clarisa Sandoval, entonaba canciones campesinas mientras trabajaba frente a su máquina de coser. Así Violeta aprendió a hilvanar, encandelillar, pegar botones y remendar telas, mientras la música hacía lo suyo.

“Mi primera expresión de actuación en público fue un día en que yo me di cuenta de que no había dinero para alimentarnos. Tomé mi guitarra -no tendría más de 11 años- y junto con mis hermanos menores salí a cantar al pueblo provista con una canasta. Cantamos en la calle y no recibíamos dinero, sino que alimentos y frutas. Pasamos gran parte del día fuera del hogar y ya tarde volvimos con la canasta llena de comida para nuestra casa. Mi madre estaba muy preocupada y nos esperaba intranquila. Cuando llegamos y le narré lo que habíamos hecho, nos abrazó y lloró inconsolablemente y, posteriormente, me dio un gran sermón”.

Violeta Parra, El Mercurio, octubre de 1966.

Entre rancheras y cuecas

Años más tarde Nicanor, hermano de Violeta, le compraría un uniforme de paño grueso para que pudiera asistir a la Escuela Normal, cerca de la Quinta Normal, pero no permaneció allí mucho tiempo. Vendría el tiempo de los boliches del sector de Matucana, donde Violeta y su hermana Hilda cantaban a dúo música popular, lo que el público pidiera: boleros, rancheras, tangos, tonadas y cuecas.

También cantó con su hermano Lautaro en el restorán “No me Olvides” de Ñuñoa. Ahí trabajaban los viernes, sábados y domingos y les pagaban alrededor de 60 pesos diarios a cada uno.

La gente en esos tiempos no entendía el folclore. Su hermana Hilda cuenta en el libro “Violeta Parra, el Canto de Todos” que “la Violeta tuvo que pasar muchas rabias, muchas humillaciones, hasta con los propios compañeros. Le oían cantar una canción a lo divino o algo parecido y decían que estaba cucú (…) Pero la Violeta siguió escribiendo, siguió componiendo, siguió recopilando y luchó hasta salir con la suya”.

Hay quienes hasta el día de hoy recuerdan sus largas conversaciones con campesinos para rescatar estrofas y versos. Su hijo Ángel Parra asegura, en el libro “Violeta se fue a los Cielos” (Ed. Catalonia), que la “Pelusita” -abuela de Luis Arce, segundo marido de su madre- cumplió un rol importante en esta tarea. Sus 96 años no impidieron que lograra recordar estrofas sueltas de un vals que cantaba su madre en las fiestas familiares:

“Qué pena siente el alma

Cuando la suerte impía

Se opone a los deseos

Que anhela el corazón”

“Uno de los tantos méritos que le atribuyo a mi madre, es su capacidad brillante e inmediata para “componerle los huesos” a estas canciones, quebradas por el tiempo y la memoria. A partir de una estrofa abandonada, una palabra olvidada, una melodía fracturada, afloraba la capacidad para convertirla en romance de muchos versos”, escribió.

Folclore en la radio

En 1953, Violeta grabó “Qué pena siente el alma” y “Casamiento de Negros” en EMI Odeón. No era su primera incursión en estas lides: en 1949 grabó su primer disco sencillo, con Hilda, en el sello RCA Víctor y juntas participaron en el programa Fiesta Linda, de Radio Corporación.

Corría el año 1955. Todos los días a las 19.00 horas, Radio Chilena emitía el programa “Canta Violeta Parra”. Allí la cantautora y compositora entrevistaba a cantores populares y también contaba cómo habían surgido algunas de sus propias canciones, en qué lugar había encontrado a la cantora o el cantor, cuál era su entorno, qué se comía, con qué afinación acompañaba la melodía, qué fiesta religiosa celebraban.

Ángel Parra cuenta que Raúl Aicardi, director de programación que contrató a su madre, se dio cuenta inmediatamente del éxito del programa por los millares de cartas que le mandaban. “Nunca nadie en esa radio, ni el propio Cardenal José María Caro, ni la Iglesia Católica de Santiago y propietarios de la emisora, recibía tantas cartas de agradecimiento de su pueblo”, escribió en “Violeta se fue a los Cielos”.

Estos logros fueron decisivos para que la Asociación de Cronistas de Espectáculos le otorgara el Premio Caupolicán a la folclorista del año. Recibió el galardón el 28 de junio de 1955 y con él a cuestas se embarcó rumbo a Europa para participar en el “V Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes” en Varsovia, Polonia. Aprovechó este viaje para recorrer la Unión Soviética y partes de Europa. En París, grabó sus primeros discos de larga duración que incluían exclusivamente canciones recopiladas del folclore chileno.

Violeta siempre destacó en las tareas que se proponía. Ya en 1944, en el Teatro Baquedano, ganó el primer premio en un concurso de baile organizado por españoles que llegaron exiliados a Chile después de la guerra civil. ¡Era la única chilena entre 20 españolas! Y en 1952, cuando formó la compañía “Estampas de América” recorrió el norte de Chile, llegando con su espectáculo a las oficinas salitreras Coya, María Elena y Pedro de Valdivia. Nada la detenía, ni siquiera saber que tendría que hacer de todo: cantar, actuar y hasta proponer los sketches.

Cuando regresó a su país en 1957, partió con sus hijos Carmen Luisa y Ángel a Concepción, contratada por la universidad penquista. Allí, al año siguiente, fundó el Museo Nacional de Arte Folclórico. Posteriormente, se trasladó a la Universidad Santa María en Valparaíso para dictar cursos a alumnos latinoamericanos sobre danzas y cantos populares chilenos.

De Chile al Louvre

En Santiago, una hepatitis la obligó a guardar reposo en 1958, tiempo que aprovechó para comenzar a bordar de manera casi frenética. Es así como sus primeras arpilleras las creó en su casa de La Reina y en 1959-1960 las exhibió en la Feria de Artes Plásticas en el Parque Forestal.

En 1961 viajó a Argentina, a la ciudad de General Picó, donde dio cursos de bordados, pinturas, cantos y danzas de Chile; hizo exposiciones visuales y una serie de recitales.

Al año siguiente, viajó a Europa -con sus hijos Isabel y Ángel y una nieta- al “VIII Festival de la Juventud”, en Helsinki, Finlandia. La travesía resultó inolvidable: bordó, compuso música y hasta enseñó a bailar cueca a la delegación chilena que representaría al país en ese Festival.

Llevaba consigo su cargamento de arpilleras. Sólo en 1964 cumplió su sueño: exhibir la totalidad de su producción en el Pavillon de Marsan del Museo de Artes Decorativas del Palacio del Louvre. El catálogo original de esta exposición contabilizó 22 tapicerías o arpilleras, 26 pinturas al óleo y 13 esculturas en alambre. Luego, sería el turno de galerías de arte de París y Ginebra.

Pablo de Rokha: Visita ilustre a Violeta

“Llegó una mañana con una maleta con sus libros y unas telas pintadas por su mujer, Winnet. Este gigante de la literatura chilena, jamás reconocido, vendía sus libros y los cuadros de su mujer, puerta a puerta, a lo largo del país. Qué maravilla, abrir la puerta de casa y encontrarse con un hombre como él”, recuerda Ángel Parra en su libro.

Lo acompañaba Daniel Belmar, otro escritor que más tarde recibiría el Premio Regional de Literatura del Círculo Literario Carlos Mondaca Cortés, de La Serena. Violeta los recibió con abrazos y más tarde, bajo un magnolio, les prepararía una cazuela chilena, con ensaladas de tomates y cebollas. Discutirían de política, poesía, terremotos, pasiones y naufragios.

“Don Pablo era, para un niño como yo, un gigante glotón, que discutía y amenazaba literariamente a su querido amigo. Desacuerdo total, luego de haber estado en completo acuerdo estos dos gigantes –continúa Ángel-. Don Pablo se pone de pie, don Daniel lo sigue. Dos boxeadores peso pesado van a enfrentarse, bajo el bello y fragante magnolio. Se estudian un momento, atacan al mismo tiempo, caen al suelo y ríen a carcajadas como dos niños que han hecho algo prohibido. Mi madre saca su guitarra y canta”.

¡Así era Violeta! La misma que un día llegó a la casa de Los Guindos, la “Michoacana”, residencia de Delia del Carril y del poeta Pablo Neruda. Allí, cuenta Ángel, “ya con su nombre ganado a punta de ñeque, realiza su primer recital ante un grupo de invitados que celebraba el cumpleaños del vate. Debe haber sido un gran momento para ella, yo guardo una memoria luminosa de esa noche (…) Lo veo como el comienzo del despegue de mi madre hasta las galaxias lejanas en donde se encuentra hoy”.

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